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Jorge Mario Múnera

En el filo de lo otro

Por Felipe Agudelo Tenorio.

La tarea principal del fotográfo es no sólo la de mostrarnos lo que nunca hemos visto, lo que no hemos podido mirar sino, sobre todo, lo que jamás hubiéramos podido ver. Esa es la gran expectativa que la fotografía crea en nosotros y la que nos mantiene a la guarda de su revelación. Ese es el regalo incluido en la foto.

Y si exigimos ver algo que no sólo sea nuevo y nos emocione, es porque queremos ver lo que nosotros no hubiéramos sido capaces de mirar, no de esa forma, ni siquiera teniéndolo frente a nuestros ojos. Por eso es que el arte del fotógrafo reside en su manera de mirar y su mirada es su estilo. La autenticidad de una foto no se sustenta sólo en su carácter de documento, se establece porque ella sólo ha podido ser vista y captada por un fotógrafo único. Ella es por esa mirada y sin el oficio del artista jamás habría cobrado existencia. La epifanía debe ser parte de la calidad fotográfica. Y es que su verdad, como hecho estético, se alberga en la mirada y no en el objeto, no en el referente.

La fotografía es una huella de la luz y el rastro de un modo de mirar. No nos dice únicamente que "eso" estuvo ahí sino que "eso" fue visto por alguien de "esa" manera. La visión crea la foto y le da sustento al estilo. Podemos decir que la foto no está afuera sino que es una propiedad de la mirada. Así que lo que el fotógrafo hace por nosotros es donarnos su punto de vista e invitarnos a mirar el mundo y las cosas como las ve él.

Así que no es la cámara la que toma la foto: es el fotógrafo. Y la cámara, como la armas, tiene un potencial letal, puede servir para matar... En la ceremonia del fotógrafo, como en la del cazador, tenemos un instrumento, un ojo que apunta y un dedo sobre el gatillo, dispuesto a disparar. Pero, sólo al observar el resultado podremos evaluar si el aparato operó como un arma o como un medio artístico. Es que al final tenemos una prueba, la foto, el "cuerpo del delito". Y es que si el fotógrafo no acierta en su intención lo que pasa a la foto está muerto, es un cadáver. Por eso, todo fotógrafo debe tener lista una buena coartada y, además, una ruta de escape, porque si lo que sale en la foto carece de "aire", está ausente de vida, el muerto es él, pues así quiera disculpar su ojo el dedo es suyo. A través del revelado y al papel debe pasar algo vivo, una esencia que se le sustrae al tiempo y a la muerte; lo que carece de validez es dejar un instante asesinado, incapaz de comunicar nada. Y es que esa vida, la que impregna la imagen, es la que nos permite distinguir entre un simple manipulador de cámaras y un artista. Ese es el "aire" de la foto del que habló Barthes y que le permitió definir el fenómeno fotográfico como un hecho artístico.



Para el ejercicio de su tarea los buenos fotógrafos requieren muchas cualidades. Por eso, deben adquirir la destreza de un duelista, en el manejo de las espadas, para poder hacer los cortes exactos que el marco bidimensional de la foto les condiciona. Necesitan el instinto del que rastrea y tiende trampas, a la hora de darle cacería al instante que buscan. Deben operar como los adivinos, pues tienen que poseer el don de la anticipación, que es el único que les permite ver las cosas antes que ocurran; pues, sin ese don no lograrían sincronizar su disparo y apretarían el obturador antes o después de la foto, pues el instante en que el fotografo y la foto se encuentran es irrepetible. Deben ser viajeros y siempre estar listos a partir hacia el lugar donde encontrarán sus fotos. Y como son capaces de extraer una esencia viva de quienes les posan, tienen que compartir, sin duda, algo con los vampiros. Además, por lo general deben actuar como ladrones perfectos, puesto que le hacen un robo al tiempo y a la muerte. También tener algo de saqueadores, pues sustraen recuerdos antes que bajen a las tumbas de la memoria y, a la vez, tienen algo de falsificadores, porque muchas veces con sus fotos la suplantan. Y son mediums, porque hacen regresar a los muertos. Y son jugadores, porque están condenados a apostarlo todo a una sola carta, al clic de la foto. Son, además, expertos en venenos y pueden apagar el ruido del mundo y encerrar el silencio. Visitan la oscuridad para revelar la luz y son como magos, ilusionistas, que nos hacen ver lo que no existe. Ofician como aprendices de Medusa, pues como ella su mirada nos paraliza. Pero, a diferencia del poeta el fotográfo no es un fingidor, pues siempre transmite su punto de vista y no puede corregir su mirada, pues esta es un relámpago quieto, una cicatriz de luz en la piel del tiempo; por eso en toda foto hay algo que nos hiere y nos avisa de una ausencia.

Y es que, además, los fotógrafos se deben portar como radicales creyentes, porque en el instante de la foto es cuando se quedan ciegos y por eso necesitan esperar al proceso de revelado, como cualquiera, para poder mirar la foto, de esa manera nos demuestran que para que algo sea visto hay que verlo dos veces. A fin de cuenta, ellos lo que fabrican es un espejo dormido en un recuerdo.

En el gran fotógrafo que es Jorge Mario Múnera encontramos todos los atributos que se requieren para la realización de la tarea: viajero, adivino, envenenador, espadista, insomne, poeta y todos los defectos más. Pero a esta labor, él le ha agregado sus propios pesos, al haberla inscrito dentro de la corriente humanística de la fotografía, que ha sido fundamental en América Latina, pues es la que aún coloca al hombre en el centro de sus preocupaciones. Esa posición, que resalta en todos sus trabajos, es casi un programa político personal de desobediencia, pero sin estridencias ni consignas, solitario y desencantado. Hay que decir que la mirada de Múnera ha sido atrapada y es interrogada por todos los mundos y los hombres que no son visibles.

Y es que el gran Ojo del poder, sea cual sea su signo, construye una mirada con el propósito de decirnos quiénes somos, de certificar una identidad y de validar un modo de existencia. Así que selecciona lo que debe ser visto y le da una lectura política. Pues esa mirada contempla y muestra sólo lo que al poder le conviene; por lo tanto esconde, mutila, excluye y, sobre todo, miente. La mirada del poder enceguece, porque la verdad no está en en el vértice de su interés. De ahí la importancia del fotógrafo, porque él puede ejercer un contrapoder y reventar esa mirada que nos ciega, mostrándonos el mundo que nos ocultan y ayudándonos así a levantar los velos.

Como el fotógrafo es el que tiene una mirada propia del mundo, su deber consiste en apartar sus ojos de la mirada del poder y darles otra dirección. Mirar lo invisible que el poder fabrica. Pues, repito, tiene la tarea de hacernos ver lo que nunca hemos visto. Y eso es un mandato tanto en lo estético como en lo ético. Él es el único que puede enseñarnos eso que no quieren que veamos y de las maneras en que no quieren que lo hagamos.

Un artista tan conciente de los alcances de su oficio, como lo es Jorge Mario Múnera, que siempre sabe a dónde va y lo que quiere mostrar, que no es de los que busca sino de los que encuentra, ha ido desarrollando, a lo largo de sus muchos trabajos, un interés particular por los paisajes de los hombres invisibles, de los borrados y los marginados. Él, que como viajero ha recorrido -lo que muy pocos- todos los diversos caminos de la geografía colombiana, nos ha venido presentando un país no visto, que se mantiene oculto y callado, y sobre el que pende una constante amenaza. Múnera es, además, un extraño viajero, pues no quiere dejar huellas a su paso sino traérselas consigo, porque de esa manera puede mostrárnolas y contribuir a sanar las heridas. Pues, él sabe que esa mirada excluyente, que se atraviesa como un muro por el medio de la historia colombiana, está en el núcleo de todas nuestras violencias; en el no reconocimiento de los otros es que han naufragado todos nuestros intentos por aprender a dialogar y por solucionar nuestros conflictos de manera negociada. Si no vemos al otro mucho menos lo oímos. Y es en ese muro que levanta la exclusión donde se repiten, sin cesar, nuestros dolores y desgracias.

Creo que por eso es que Múnera le ha prestado tanta atención a mirar a los otros y le ha dedicado largas series fotográficas, desarrolladas a lo largo de muchos años, a estudios completos de muy diversos grupos humanos de Colombia. Bien que sean habitantes de las selvas y fronteras, colonos, campesinos, indígenas, mineros, presos, forajidos, pordioseros urbanos, músicos y danzantes populares, locos o chamanes... Es decir, todos los seres que tienen en común el haber sido apartados de la mirada en la que la sociedad queriendo reconocerse tan sólo se desfigura, tal como si mutilara partes de su rostro.

Y es en cada una de estas series, juiciosamente elaboradas, donde nos encontramos ante la evidencia de un país que no miramos cuando decimos nosotros, un país que ha condenado a un número enorme de los nuestros a la exclusión y sobre quienes se ha ejercido un larguísimo terror que no se nombra, tal y como si no tuviera responsables. Por eso son sus fotos, de una manera directa y sin afeites, pensativas y por tal, como las quería Roland Barthes, subvertoras.

Sin embargo, no son estas fotos simplemente documentales, pues detrás de cada una late una dura poesía e, incluso, una celebración que es, a la vez, un gesto solidario. No nos traen imágenes de la derrota, no recogen una queja, ni siquiera denuncian, tan sólo nos enseñan a apreciar los modos de una larga y persistente resistencia, de una fuerza humana y terrible. Y eso es porque Jorge Mario Múnera sabe que lo que no está habitado de poesía no tiene una existencia que importe, pues como expresó Cardoza y Aragón: " la poesía es la única prueba que tenemos de la existencia del hombre". Y a la misma vez, entiende que si como artista tiene la obligación de transmitirnos su punto de vista, lo primero que debe tener es una posición clara frente al mundo.

Pero , por sobre todo, es en sus retratos donde podemos ver el tamaño de este artista. Porque Múnera es un gran retratista. Descubrir al hombre lo apasiona. Sus retratos poseen una gravedad que nos atrae sin remedio. Su estilo sobrio y sólido, casi de capas minerales, le sirve para controlar la elocuencia del autor, para bajarle el tono, y así permitir que sea el otro el que hable, para que el mirado nos mire. Los personajes que retrata por lo general están serios, devuelven la mirada, nos dicen cosas, nos conectan a sus mundos y a su historia, parecen vivos, taladran nuestra memoria, porque a través de los ojos del fotógrafo se les da la posibilidad de expresar, y a veces de recobrar, su dignidad. La mirada de Jorge Mario Múnera se funda en el respeto al otro y por eso sus fotos nos aparecen como curaciones en la herida del desconocimiento; él nos ofrece un terreno neutral, pero solidario y reflexivo, donde es posible rescatarnos.


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