Retratos de un país invisible: fotografías de Jorge Mario Múnera
Por Pablo Montoya
Colombia es un país farandulero. Todo lo convierte en motivo de espectáculo: la guerrilla y el secuestro, los paramilitares y las masacres, el narcotráfico y su emporio, el ejército y los desaparecidos, los políticos y la corrupción, las modelos y su frivolidad, los artistas y su vanidad. Desde hace un tiempo, el país se ha vuelto el terreno del espanto oculto tras la máscara de la trivialidad. Y hasta las críticas más demoledoras que se le hacen a su ser conservador y mezquino, a su falsa filantropía y a su ruin condición cotidiana, terminan siendo asimiladas por esas cadenas del equívoco que han construido los medios para el consumo de un rebaño amnésico.
Pero esa Colombia es, sin duda, la Colombia espectacular. La que se ha tejido desde los grandes centros del poder, y que sólo da testimonio de su parte más visible por ser la más ruidosa. Es la que invade la televisión y el cine comercial, la que atraviesa como una pesadilla los periódicos y los noticieros audiovisuales, la que no se cansan de recrear, por los buenos estipendios que deja, los artistas de la violencia ubicua. Hay que ser obligatoriamente violentos para ser necesariamente colombianos, pareciera ser la divisa que enarbolan las nuevas tendencias de la estética negra, de la estética criminal, de la estética sicaresca, de la estética periodística y de testimonio. Por ello resulta inusitado que en medio de esas expresiones totalitarias que imponen a su modo un sistema homogéneo de representación social, aparezcan obras de arte que, hundidas en el asombro y el desgarramiento, se conviertan en los testimonios auténticos de la memoria de un país.
Qué sucede, entonces, cuando alguien, ajeno del todo a estas espurias modas, se dedica a recorrer Colombia durante más de treinta años, y a verla desde una óptica singular. Sucede que se refleja un país complejo y, por lo tanto, entrañable. Sucede que entendemos un poco más el verso de Aurelio Arturo en el que numerosos vientos recorren los países de Colombia. Y un país así es una realidad horadada por su historia, su geografía y sus habitantes. Una circunstancia fragmentada que se niega a ser definida por una sola voz y una sola conciencia. De ahí que sea significativo que la carátula del libro de Jorge Mario Múnera sobre las invisibilidad de un país, sea una fotografía que muestra la cara más o menos desfigurada de Simón Bolívar, ese controvertido y en cierta medida cenagoso padre de la patria. Esta Colombia multiforme es posible sentirla en sus literaturas y en sus músicas. La podemos gustar en sus comidas y bebidas. Amarla a través de sus gentes que amamos. Es probable, incluso, que rocemos su esencia si somos trashumantes de su relieve magnífico. Pero estoy seguro de que también se logra atrapar cuando vemos las fotografías de Jorge Mario Múnera.
Pocos fotógrafos como él conoce a Colombia. Su condición viajera está enmarcada en la tradición de los fotógrafos que recorrieron el país durante buena parte del siglo XX. Jorge Mario Múnera, en este sentido, está hermanado con Leo Matiz, Fernell Franco y Fabio Serrano. El país, desde la Guajira hasta Leticia, desde el Catatumbo hasta el Chocó, desde los grandes centros urbanos de la miseria hasta los bordes rurales del abandono, ha sido el objeto de sus vigilias y sus sueños. Sus traslados han obedecido a proyectos concretos, pero también a la sed del errante que se lanza a atravesar miles de kilómetros con el fin de medirle el pulso, probar las vituallas, mirar los semblantes de las regiones más ignotas de Colombia. No sólo dedicó años a retratar las orquídeas nativas, a seguirles el rumbo a sus investigadores minuciosos y sus traficantes dementes; sino que también fotografió el trazado nostálgico de los Ferrocarriles Nacionales, empresa fascinante donde se pueden entender los alcances de esa utopía que quiso unir las ciudades y los pueblos de un país asediado por las fantasmas atávicos de la violencia y el aislamiento. Nadie como él ha auscultado el ser festivo de los colombianos. Casi todos sus jolgorios populares con sus músicos y bailarines prodigiosos han sido mirados con un sentido de la celebración único. Es como si en Múnera existieran unidos, por una suerte de milagro, el interés por el otro del antropólogo, la curiosidad insaciable del aventurero, la mirada aguda del fotógrafo y el sentido de la revelación del poeta. Hay que observar, una y otra vez, sus fotografías para comprender la mirada que lo caracteriza. Ella se ancla, como ocurre con los grandes maestros de la fotografía, en la práctica juiciosa de un estilo.
La óptica de Múnera, que en este libro se basa en la honda sobriedad del blanco y el negro, no desconoce la dignidad de los seres retratados. Es amoroso en su mirada pero este afecto está fundado en el respeto que nace de las perplejidades genuinas. “Quiera a la gente y hágale sentir que la quiere”, aconsejaba Robert Capa. Y no es arriesgado decir que esta fórmula en Múnera ha sido aprendida. La fotografía del chamán guambiano, por ejemplo, refleja la dimensión de una dignidad respetable. Pisamos en estos terrenos los relieves del enigma que sólo la poesía y la antropología tocan cuando se enlazan. Es como si las palabras de León Felipe frente al indio mexicano resonaran al ver la fotografía de Múnera que muestra al hombre tigre del Amazonas o aquella otra donde hay dos majayuras de la Guajira: “Ahí están, más que hombres, son una decisión frente al mundo”. Pero también, al ver las imágenes de los Cachaceros del Meta, con sus atavíos animistas, bordeamos la dimensión remota que el Carpentier de Los pasos perdidos recreó en los años 50 cuando la etnología unida a la literatura creía encontrar el origen de la música y de la cultura en los ámbitos del Orinoco. Con todo, al ver las representaciones diabólicas que encarnan los campesinos de San Martín, son las palabras de Lévi-Strauss las que escuchamos: ellos, esos “salvajes civilizados”, representan algo que fundamentalmente somos. Múnera se presenta como uno de esos seres privilegiados que han visto la diferencia humana. El nos dice, como Lévi-Strauss, que ha sido “el discípulo y el testigo” de esos hombres remotos y actuales con quienes es necesario reconciliarse porque de ellos depende el conocimiento cabal de nuestro condición.
No hay nada en las fotografías de estas Colombias periféricas que remita al ilusorio abrazo multicultural que pregona la triunfal publicidad del nuevo capitalismo. El exotismo y el color local, tan afectos al discurso de los vencedores, como si fuera una consigna voluntariamente practicada por Múnera, están erradicados de su trabajo. Al contrario, podría afirmarse que el ángulo desde donde mira la cámara tiene que ver con los vencidos. Pero habría que precisar, entonces, que esta coyuntura no está impregnada aquí ni de compasión ni de misericordia religiosa. Múnera confronta el rostro del habitante. Lo ausculta en su silencio y su bullicio, en su dolor y su alegría, en su derrota y su esperanza. Suscitándose un diálogo de una intimidad tan humana que el paisaje que, a veces, rodea a las personas retratadas, se torna no en el telón de fondo ornamental tan recurrente, sino en una clave para comprender la circunstancia registrada. Múnera supera así, utilizando la sapiencia técnica y la sensibilidad del artista, los clichés que una historia larga de sometimientos ha otorgado a quienes, provenientes del centro, se trasladan a las márgenes de un país o de un continente para intentar capturarlo. Y este, por supuesto, es uno de sus grandes méritos.
Las fotografías de libro, presentadas en 16 posters, evocan la idea del desplazamiento. Y esta palabra, Múnera y sus editores de la Universidad de Harvard y el Centro para Estudios de América Latina David Rockefeller lo saben, genera una difícil situación en un país atravesado, desde sus guerras de independencia del siglo XIX hasta las guerras del narcoparamilitarismo y la narcoguerrilla iniciando el siglo XXI, por heridas que aún están lejos de cicatrizar. De hecho, hay un mapa de Colombia en el libro donde aparecen marcados con puntos los territorios recorridos por Múnera. Ahora bien, ¿qué significan esos puntos? Además del itinerario del fotógrafo, que pasa por treintaicinco parajes fronterizos (desde la calle del Cartucho y los ríos de Casanare, hasta los raspachines del Putumayo y los ranchos del Chocó), esos puntos evocan las cruces de las listas negras, las banderas de los conflictos territoriales, las balas que desangran a un país, el único de América que posee la impronta de guerras internas aún no finalizadas. Por tal razón, ellos señalan los rincones de Colombia donde la memoria puede estar, y acaso ya lo esté, abocada a un silencio definitivo.
Pero, creámoslo, y ahí está el testimonio visual de Múnera para confirmarlo, estos sitios todavía existen. Y en algunos de ellos la ejecución de la música, la factura del pan y la práctica de los disfraces en los carnavales, da a estas realidades heridas un perfil del consuelo. No sabemos hasta cuándo van a perdurar tales vidas marginales que, para apurar su tiempo, terminan asumiendo, con una admirable mezcla de honorabilidad y humildad, los rasgos de la resistencia. Porque si hay un concepto que define el sentido del trabajo fotográfico de Jorge Mario Múnera es éste. Resistencia a la indiferencia y al olvido, resistencia a las variadas vejaciones, resistencia a la muerte y a todos sus deterioros. Sin ninguna duda él es, con su trabajo fotográfico, una mirada necesaria y vital. En ella está condensada la memoria de los olvidados. Con ella es posible enfrentar la condición infame del país oficial.
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