Por Juan Manuel Roca.
Hay miradas que tienen nudos, que están amarradas a una servidumbre naturalista, miradas que no logran ni por asomo apreciar lo que se esconde en la cotidianidad.
Esa mirada recortada no es privativa del hombre corriente, de quien cruza frente a un árbol y no intuye en él la savia, sino, inclusive, de muchos pintores, escultores y fotógrafos. La verdadera mirada artística se gesta cuando nos revela lo que hemos visto sin mirar, lo singular o lo maravilloso que se esconde tras del hábito.
De esta materia o de esa develación nacen las fotografías de Jorge Mario Múnera.
Los paisajes, las fiestas y los velorios, los hombres y mujeres, las casas, los objetos cotidianos, la presencia encabalgada de la muerte en plena vida y de la vida en mitad de la muerte, más que un pretexto estético, parecen informar de un arte de capturar el tiempo.
Jorge Mario Múnera captura el transcurrir pero deja su mirada suelta, su memoria errante. No posee- ni falta que le hace- el precario don de la estatuaria que todo lo congela. De tal manera, un duro rostro de minero no se vuelve hierático como la hibridez de la estatua, más bien parece permanecer siempre escudriñante, mientras mira como lo miramos.
De igual forma, la cruz del cementerio nos recuerda que ella es un signo de más sobre un signo de menos, y que en esa imágen sin dramatismos exteriores, sin ademanes externos, hay una mirada que no es la del invasor sino la del hombre que acompaña.
Podría decirse que en la obra fotográfica de este artista colombiano el trasunto social no es menos importante que la factura estética, y que un aprendizaje del ojo para ver el festejo o la tragedia recorre esta muestra de Jorge Mario Múnera.
Sus músicos parecen habitados de notas asordinadas o lejanas y suscitan la idea de que entre el carnaval y la cuaresma hay un espacio, una fisura por la que el fotógrafo, que es un voyerista de los demás pero también de sí mismo, se asoma a la otredad, a todo aquello que nos oculta la mirada episódica e inmediatista fraguada por el hábito.
Hay un aforismo de Franz Kafka que dice, más o menos, que de pronto, súbitamente, irrumpe un leopardo en un templo, y eso, que se constituye en milagro, luego se puede prever para que se constituya en un rito. Es decir, la muerte del asombro por las vías del ritual, el tedio de toda puesta en escena repetida.
Eso es lo que no ocurre con las fotografías de Jorge Mario Múnera. El ojo asombrado permanece vivo y no da paso a la rutina.
Cuantas veces me asomo a sus imágenes, jamás me siento preso de una mirada estática, pues además descubro que mientras yo he seguido ejerciendo el oficio de vivir, ellas siguen ejerciendo el oficio de no envejecer, de permanecer las mismas pero cambiantes ante la mirada y el espectro sensorial de quien se mira en esos instantes como se hace ante un espejo ajeno. Ajeno, sí, pero también muy personal, recordando la divisa del poeta levantisco que señalaba que “yo es otro”.
No parecen las suyas fotografías buscadas sino encontradas, nacidas de un estar en el sitio indicado.
No parecen las suyas fotografías obturadas con una cámara, sino con todos los sentidos. No parecen vistas o entrevistas a través de una lente, sino a través de una poética. Parecen ser, mejor, los registros de un estado de vigilancia que sorprende, como si se tratara de una exhaustiva biografía de sus sentidos.
La obra de Jorge Mario Múnera es algo más que simple naturalismo, es una mirada que más que suelta, podría decirse que está liberada de la servidumbre del ojo. Y que atrae jirones del tiempo, de ese tiempo que afuera corre como un galgo o se desliza hacia lo inexorable, mientras el artista, un testigo de cargo, monta su trípode entre arenas y sueño.
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